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Lo que empezó en la montaña, se fundirá con el mar

Hace ya siete días que comenzamos a caminar y suena “Montaña” de Club del Río mientras aparecen proyectadas las fotografías de los últimos días en la pared. La letra de la canción dice que todo empezó en la montaña como un brote de agua azul. Hace ya casi una semana desde aquel momento. Llegamos al punto de encuentro invadidos por una sensación de nerviosismo e ilusión, sumado a altas dosis de incertidumbre. Teníamos ganas de conocer a los compañeros nuevos y por comenzar la aventura que habíamos imaginado durante noches.
Los “profes” de Madrid Outdoor Education y Soñar Despierto nos ayudaron a seleccionar, empaquetar y evaluar nuestro material para comenzar la expedición. Tuvimos que elegir qué cosas eran imprescindibles, cómo aislar nuestro saco para evitar que se mojara en caso de lluvia, el orden de prioridad dentro de las mochilas, cuánta ropa y cuánta agua necesitaríamos…

Aquel primer día conocimos a Manuela, una cantimplora de litro y medio con aires de teléfono antena, a la que podíamos preguntarle todas nuestras dudas: como qué pasaba con nuestros móviles, dónde conseguiríamos la comida en la montaña, cómo sortearíamos el gran embalse o cómo debíamos actuar si aparecían animales salvajes. Manuela aclaró algunas de nuestras preguntas, aunque se dejó en el tintero secretos que iríamos descubriendo con el paso de los días.

¡Así comenzó la expedición! Aprendimos a colocarnos la mochila estratégicamente para evitar que se sobrecargaran los hombros, dividimos la comida que comeríamos aquella mañana y dimos el primer paso. Y luego otro. Cada paso abrazaba al que tenía delante. Y de pronto existía un ritmo, y un rumor silencioso que vibraba junto a nuestras piernas. Era un aroma tímido al principio, un aire huidizo que movía las hojas de los árboles cuando los dejábamos atrás o un rayo de luz que nos sorprendía al cruzar el siguiente recodo. Llegamos a un túnel. En ese momento desconocíamos su significado. No llegábamos a comprender que una vez lo cruzáramos, dejaríamos atrás muchos de los pesos que traíamos de casa, ideas y preocupaciones vagas, e incluso miedos secretos del fondo de nuestro corazón. No sabíamos que aquellos que cruzábamos ese día “al otro lado”, donde nos esperaba el asombroso paraje del embalse de Compuerto a la sombra de los picos Espigüete y Curavacas, no seríamos los mismos, apenas unos días después. Quizás solo podíamos predecir un poco más moreno en nuestra piel, alguna herida y picadura extra o una capa de polvo por encima del cuerpo. No podíamos imaginar que entrábamos como un equipo, pero que saldríamos de la mano. Como una familia.

Agarramos el mapa y la brújula y comenzamos a orientar a todo el grupo. Conquistamos el alto de la iglesia de San Lorenzo, donde dormimos en su porche y arropados por la generosidad de Valcobero, un pueblo que perdió su apellido de pueblo abandonado hace apenas 13 años. Conocimos a Rudolf, el amigo más fiel en nuestros momentos más íntimos. Algunos descubrimos el encanto de una ducha portátil con agua de la fuente y otros mojamos los pies en la orilla del embalse. Cocinamos por primera vez la cena de todos con agua, hornillos, y corazón. Así empezó la magia. Sin darnos cuenta.
A aquel primer día le siguieron kilómetros en las botas, círculos de fuego, claros con vistas, reflexiones a la luz de las estrellas, noches al raso y abrazos. (¡Un ejército de abrazos!). Montamos vivacs con palos, pita y toldos de rafia.

Conquistamos un hayedo en la sierra de Canales, pasando el paraje de la Tenada del monte para llegar al nivel del embalse, donde cargamos nuestro equipaje en kayaks y cambiamos de medio de transporte. Llegamos a un campamento donde nos despertaron un rebaño de vacas a la mañana siguiente. Sentimos las caricias de las mariposas e incluso algunos pudimos llegar a ver corzos, cangrejos y otra fauna de la montaña palentina.

Nuestra última noche de expedición disfrutamos de un atardecer
robado junto al refugio de Cristo Sierra. Envueltos en nuestros sacos, el cielo arropó los sueños de quienes cerramos los ojos antes de que se apagaran las estrellas.

Llegamos a la última foto de este viaje y suena aquel rumor otra vez. Se funde con los acordes de una canción que quizás olvidemos. Por su timidez, porque hará calor lo que queda de verano, porque regresaremos a la vida que nos espera en otro sitio. Sin embargo, hay un eco que persistirá dentro cada vez que, a este paso, le siga el siguiente, y luego el otro, y otro más. Será como un latido que no necesitemos entender cada vez que decidamos seguir caminando. Y como dice aquella canción lo que empezó en la montaña, se fundirá con el mar.

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